Lagunas en la memoria

Relato
Texto: Manuel Galeote Cazorla Categoria: Tinta y Letra
Realizado: 19/04/2021
El negro espejo de las aguas calmas fue quebrado por el impacto de una piedra, que tras dar varios saltos rebotando sobre la tensa superficie acabó sumergiéndose en la oscuridad. Las ondas provocadas por los sucesivos golpes poco a poco se difuminaban regresando la quietud a las mansas aguas de aquella laguna.

Era una tarde fría de primavera, los témpanos de hielo que colgaban de los tejados de las casas apenas habían empezado a derretirse. Las nieves acumuladas en las cimas de las sierras mantenían el crudo invierno aún presente.

El niño que jugaba a la orilla de aquella laguna, a la sombra de unos álamos que lo protegían de los tibios rayos del Sol, había dejado de lanzar piedras contra el agua y ahora jugaba buscando bajo las rocas algo que le sirviera de cebo. Con una rama, hilo de coser y una aguja que había cogido del costurero de su madre había fabricado una caña de pescar. Hincó una lombriz a la aguja doblada que hacía las veces de anzuelo y la lanzó al agua. Sin demasiada paciencia esperó agazapado que algún ser de las pantanosas aguas picara. En otras ocasiones había visto como chicos mayores iban a aquel lugar y pescaban tritones, cogían tortugas y ranas e incluso alguna vez los vio llevarse una culebra en una botella de plástico para enseñársela a las niñas, y asustarlas. Él quería imitarlos, pero sólo para ver con sus propias manos aquellos extraños seres que habitaban la charca.

Pasaba el tiempo, sin resultado. El Sol penetraba entre las copas de los árboles iluminando el agua de forma mágica. El silencio en que se había sumido empezó a mimetizarlo con el entorno y fue entonces cuando descubrió la melodía de la naturaleza. El murmullo de la suave brisa meciendo las hojas fue acompañado de repente por el croar de alguna rana escondida que pronto fue replicada desde diversos puntos. En el centro de la laguna fue tomando forma un oscuro punto que salió a la superficie. La tortuga asomó la cabeza, estirando su largo cuello, el tiempo justo para tomar aire y volver de nuevo al interior de las opacas aguas. Rápida como una centella pasó una culebrilla que saliendo de entre los árboles empezó a deslizarse sobre el agua generando diminutas ondas a su paso hasta que por fin desapareció entre unas zarzas que protegían la orilla opuesta. Libélulas y caballitos empezaron a revolotear cerca de donde se encontraba y algún tímido pájaro, venciendo sus miedos, se acercó a las aguas a refrescarse.

El tiempo se había parado para él. Y, de repente, una perturbación en el agua lo despertó de su sueño, sin darle apenas tregua para reaccionar. Cuánto llevaría allí quieto, esperando. Tirando lentamente del hilo fue arrastrando hacia sí lo que había venido a buscar. Lo cogió con cuidado y le sacó el anzuelo de la boca. El animal boqueaba, dolorido. Su piel brillante y resbaladiza comenzó a tornarse puntiaguda y áspera conforme se secaba. Con su larga cola intentó zafarse de su captor a la par que se defendía con las afiladas púas que protegían sus patas. El niño observó los ojos saltones del tritón y, tras pasarlo de una mano a otra, ante la insistencia del animal por escapar, sintió lástima y dejándolo con mucho cuidado sobre el agua, lo soltó. Una vez sintió el agua, el tritón cabeceó rápidamente hacia el interior de la laguna, sumergiéndose y perdiéndose en las profundidades propulsado por su potente cola.

El niño se quedó mirando la escena, hipnotizado. El tiempo parecía haberse detenido en aquel momento, en aquel lugar, creando un recuerdo inolvidable para él.
– ¡Abuelo! Las aguas calmas comenzaron a agitarse. Abuelo, nos vamos ya.
El niño giró lentamente la cabeza hacia el origen de aquella voz, que parecía hablarle a él.
Su nieto asió los mangos de la silla de ruedas y empezó a empujarlo alejándolo de la laguna donde jugaba.
– Mamá siempre cuenta que, de pequeño, venías mucho a jugar a este lugar, ¿te acuerdas de eso, abuelo?
El niño no sabía qué responder, estaba confuso. Su mundo se estaba desvaneciendo a un ritmo que no alcanzaba a comprender. Su cabeza giraba una y otra vez hacia donde estaba la laguna. Pero su recuerdo, poco a poco, se empezaba a diluir como las ondas causadas por las piedras que lanzaba a la charca.
– Qué lástima que se secara. Yo nunca supe que aquí había una laguna hasta que nos contó eso mamá. Seguro que habría muchos animalillos en ella.
El niño asintió esbozando una sonrisa, mientras luchaba por despertar de aquel sueño y volver donde estaba al principio.
– ¿Dónde…? Balbuceó con gran esfuerzo. Apenas era dueño de su cuerpo. Era como un mal sueño de esos en los que, sabiéndote en él, no te puedes mover, ni hablar, ni despertar.
– ¿Dónde vamos preguntas, abuelo? La voz le hablaba con cariño y tristeza. Ya hemos terminado de preparar la mudanza. Nos vamos del pueblo. ¿No lo recuerdas?
Pero el niño ya no escuchaba. Había vuelto a la realidad. Y mientras veía perderse al tritón en las profundidades de la charca, escuchó la brisa del viento susurrando en las hojas de los álamos, meciendo al sauce que lloraba. Los tibios rayos del Sol primaveral calentándole el cuello. Las gotas que caían de los peligrosos témpanos de hielo colgados de los tejados de las casas. La orquesta sinfónica que la naturaleza le brindaba aquella hermosa tarde junto a su querida charca.